Cuando Andrea Bécares se para frente a un lienzo, es porque antes hubo un concepto. “El pensamiento define a un artista”, dice, mientras mira la obra que tiene en proceso en el caballete. “Se puede ser mejor o peor; puede gustar o no tu técnica pero lo que vale es la idea, la manera de ver la vida de un artista. Eso es lo que trasciende”.
Andrea nos recibe en su espacio sagrado: su luminoso atelier, ubicado en la planta alta de su casa. Allí donde hay pinceles, rodillos, tintas de impresión, libros de arte, chocolates y suena “Héroes”, de David Bowie: “Oh, we can be heroes just for one day”.
Lleva un mameluco azul que da cuenta de sus intensas horas de trabajo: tras las repetidas pinceladas es una obra en sí misma.

Andrea es verborrágica. Jamás pierde la sonrisa ni deja de mirar a los ojos. Y le brillan, cuando habla de sus hijos –los trillizos Mateo, Bianca y Franco- y de su oficio.
Es intuitiva y apasionada. Antes de comenzar una obra observa, investiga, escribe las ideas. Trabaja en todos los formatos (instalaciones, libro-objeto, cerámica, video) y con ambas manos. “No le tengo miedo a los soportes”, asegura. Tampoco sus hijos: pero ellos prefieren las paredes de la casa.
Andrea es el tipo de artistas que cree que al espectador le gusta saber. Por eso, sus obras siempre tienen un anclaje textual. “Me gusta que mi obra sea visual pero que también le diga algo a la gente; que trascienda, que la haga pensar. Me considero como una disparadora de pensamientos”. “Puente palabra”, serie que realizó en 2011 para el 135° aniversario de la Biblioteca Pública General San Martín, materializa su intención de poner en valor la palabra. En Proyecto $alud, realiza una crítica feroz a la relación entre el consumismo y la industria de los medicamentos.

Andrea (diseñadora gráfica, artista visual) intuyó hace mucho tiempo cuál sería la irección de su recorrido personal: “Siempre estudié arte; siempre supe que iba a ser artista. El arte es como un salvavidas. Y también es una forma de contar y escribir la historia de la humanidad”. Estudió cine, teatro, tango, danza contemporánea, poesía. Muchos y variados han sido sus maestros pero especialmente recuerda a Elléade Gerardi, el poeta que vive a unas cuadras de su casa, en Dalvian.
“Me gusta observar la realidad y transformarla” No soy la mejor pero doy lo mejor”, afirma. Esa certeza la ha llevado a exponer en ciudades como Nueva York y Roma.
“En un mundo en el cual se puede pagar por tantas cosas, es un logro no haberlo hecho para exponer. Mi gema es haber realizado una carrera a fuerza de currículum y esfuerzo. Al principio fue duro porque significó un giro en mi carrera, ya que me había recibido de diseñadora”, comenta sobre la primera profesión, que desarrolló durante una década.

¿Cómo fueron tus inicios en el campo de las artes visuales?
Fue costoso pero maravilloso. Elegir lo que uno quiere hacer no tiene precio. Recibí críticas por mi estilo pero con el paso del tiempo, el camino se fue abriendo cada vez más. Y entendí que mi estilo era mi estilo; eso, finalmente, es lo que hizo que mi obra trascienda y que tuviera reconocimiento. Soy bastante trabajólica y apasionada; a veces tengo que medirme porque me quedo sin energía o choco con la vida (risas).
¿Te modificó la maternidad?
Eso que se dice de que ser mamá te hace mejor persona es verdad. Cuando sos madre querés que tus hijos vean buenos ejemplos. En mi caso fue muy intenso y agotador; las emociones se sienten de manera más fuerte y profunda. La maternidad me ha cambiado la forma de crear; antes los procesos eran intensos, no salía fácilmente de ahí. Ahora entro y salgo de los procesos. Los trillizos vinieron a aplacarme.
Decías que tu proceso creativo parte siempre de un concepto y por lo tanto tiene una base racional ¿qué cabida tiene el plano emocional?
A veces una obra es el génesis de algo que me está pasando. Pasa lo uno y lo otro. Puedo jugar mucho con las dos fases. Siempre trato de dejar un escrito que explica todo lo que tiene detrás.

¿Una obra de arte necesita de ese soporte textual para ser interpretada?
No sé si lo necesita. Me parece que está bueno que haya roles como el de curador, que analice las obras y que descubra cosas que los artistas no vemos. Sí creo que al espectador le gusta saber; por eso siempre le doy algo: información, algunas pistas, algo. Me encanta que mis obras tengan un soporte. Está bueno que las personas se conecten con un pedazo de mi cabeza, de mis emociones. Aunque el momento de creación me llena el alma, que una persona me diga que lo hice pensar es una inyección de energía; me gratifica. Lo mismo pasa si el comentario viene de un colega. La obra habla sola. Pero es un camino lento…
¿Por qué?
Me refiero al camino de la trascendencia, a que las obras lleguen a museos. Que alguien adquiera tu obra es un reconocimiento impresionante. Porque se lleva un pedazo de mí. En este sentido, se genera un vínculo. Siempre les escribo a mis clientes, les pregunto si siguen queriendo a la obra (risas).

¿Tenés obras de colegas?
Sí y mis hijos también. Tenemos obras de Osvaldo Chiavazza, de Mauro Cano, de Dötz, Milo Lockett. Es importante que desde pequeños los chicos sepan que es un trabajo, que ese trabajo dice algo y que puede acompañarte. Gracias a mi mamá, a quien le encantaba el arte, fuimos a clases de dibujo y pintura desde chicos. Siempre me formé en arte; estudié cine, teatro, tango, danza contemporánea.
¿Cómo recibís las críticas?
Me encanta escuchar críticas. No tengo miedo a los que diga el otro, ¡aunque me han dicho cosas terribles! (risas). Siempre habrá alguien a quien no le va a gustar lo que hagas. Como en la vida, no hay garantías. El arte puede gustar o no.
No tenerle miedo a la mirada del otro es una postura liberadora.
Es una construcción, más bien. El otro siempre te enseña.
Andrea Bécares actualmente exhibe obras en La Lucía, Seis, el Estudio de Arquitectura Maslup & Arquitectos, el estudio Ambiente Propio, la agencia viajes AW y el showroom de Wom.