La historia de Elléale Gerardi puede ser contada de muchas formas. Podría, por ejemplo, empezar diciendo que su nombre, de origen italiano, significa Dios supremo; y que él lo ama tanto como lo odia. O que es un poeta que tiene más de 30 libros de poesía editados. O que su trayectoria es tan amplia que nunca se ceñirá a estos breves párrafos.
Pero la historia aquí elegimos comienza una fría mañana de junio, en su espacio sagrado: el estudio de su casa, donde cada día conjura a sus musas: “entro en estado de poesía fácilmente –advierte- pero cuando nada se me ocurre, le hago guiños a los pájaros y trato de descifrar sus trinos”.
Allí recibe a ÚNICO el pintor, ilustrador, poeta, libretista, crítico de arte, compositor y cantante. Y allí nos cuenta, con dotes de gran narrador, sobre su infancia en la Media Luna, conocido rincón del distrito Pedro Molina –el barrio de Armando Tejada Gómez-; un fugaz paso por la ex ESMA durante su adolescencia; su fervorosa admiración por Gardel; y su relación con Enrique Ramponi, “el mejor de todos los poetas”.
Elléale recita: “Si el misterio está ausente, el milagro de la poesía existe”. Y después, entre café y café, comparte escenas de una vida intensa y extensa en la que no se privó de nada. Porque antes de elegir la escritura y la música como oficios, fue jugador de fútbol y tenista; estudió canto lírico, guitarra, piano, armonía y composición. Y enamoró a Isabel, la muchacha más bonita de la cuadra, a quien –dice- también pretendía Tejada Gómez. A ella le dedicó la mayor parte de su obra poética.

“Siempre fui un rebelde”, sentencia riendo por lo bajo. No exagera: en el ‘47, con 17 años, sus padres lo enviaron a estudiar a la Escuela de Mecánica de la Armada. En Buenos Aires lo esperaban sus tíos y el tango, su primera influencia musical y un género que abordó desde la interpretación y la composición. Elléale supo pronto que la carrera militar no era para él. “Dejé la escuela y con el dinero que me enviaban mis padres me compré mi primera guitarra, discos y libros con partituras y letras de tangos de Gardel. No sabés qué bien lo imitaba”.
¿Cómo hizo para que sus padres no supieran?
Mis tíos me querían mucho (ríe) por eso me cubrieron. Y mi madre era un pan casero riquísimo. Volví a Mendoza con 35 discos.
¿Y su padre?
Mi padre era italiano, era Maestro mayor de obras. Como era uno de sus 6 hijos varones, quiso enseñarme su oficio. Me llevaba a las obras para que aprendiera pero no me gustaba. ¿Sabés qué hacía? Me ponía cerca de algún albañil que estuviera revocando para que me salpicara en la cara y creyeran que había estado trabajando (ríe).
Influenciado por el Zorzal criollo, Elléale cantó tangos bajo el seudónimo de Tito Ferrari hasta mediados de los ’50. Por esos años, también, estudió piano, teoría y solfeo en la Escuela de Música e Historia del Arte y Estética en la Escuela Superior de Bellas Artes. Y se dedicó a la composición, creando un corpus de más de mil obras –de las cuales, unas cincuenta han sido grabadas y editadas-.
Durante su juventud, Elléale fue, también, tenista (en categoría intermedia) y jugador de fútbol: “Jugué en Gimnasia Huracán y hasta me quisieron llevar a River Plate. Maradona no hubiera podido conmigo porque era más petiso”, bromea.

¿Y qué pasó después?
Después entré a trabajar al Banco de Mendoza, en donde fui empleado durante 25 años. Ese trabajo me permitió mantener a mi familia y hacer otras cosas.
Por su prolífico derrotero, Elléale recibió premios y reconocimientos. El más importante, acaso, fue otorgado en 2007 por la Legislatura de Mendoza, la por entonces Subsecretaría de Cultura de Mendoza y SADAIC, que consiste en una pensión vitalicia –Ley 7643-, y la declaración de ser Embajador de la Música Americana y Mendocina.
Usted sigue escribiendo. ¿Qué le brinda la escritura?
Vivo en estado de poesía permanente. Cuando miro una flor, el mar, el cielo, las montañas, un paisaje, no veo cosas, veo un poema. Escribo, dibujo, grabo y compongo desde los doce años. Mi madre, mi padre y mis hermanos también eran cantantes, dibujantes y amantes de la música y de la literatura.
¿Y qué escribía en aquellos primeros años?
Escribía para descargar mis pensamientos. Eran canciones para niños. Algunas loaban las tareas de mi madre, otras estaban dedicadas a juegos infantiles, canciones de cuna.
¿Qué autores mendocinos influenciaron su obra?
Mi ídolo fue Jorge Enrique Ramponi, de quien fui amigo personal y quien fuera director de la Escuela de Bellas Artes. Él admiraba mi pintura y el estilo que yo iba imponiendo en el transcurso de mi evolución estudiantil. Ramponi es un poeta extraordinariamente lírico, genial y universal; era un lujo escucharlo recitar con su vozarrón bajo. Otros mendocinos que me atrajeron fueron Ricardo Tudela y Américo Calí. De Tudela me gustaba su tono señorial.
¿Qué le aconsejaría a alguien que quiere publicar su primer libro?
Que no se apure; que deje madurar el contenido de su libro; que lo haga analizar varias veces por personas idóneas hasta recibir el beneplácito de una nota feliz. Si no es así, lo único que se logra es obtener una fruta verde, sin madurez, que puede resultar acre al paladar de quien lo recibe. Cuando esto sucede es muy difícil revertir el sello del fracaso.
¿Y a usted, qué le gustaría escribir?
El próximo libro que escribiría sería “La historia de mi vida”. Pero para hacerla real y completa, desde mi nacimiento hasta mi muerte, debo saber que estoy muerto. Y escribirla en la etapa de mi ataúd, no creo que pueda (ríe).